“La paz sea con Ustedes”… Así saluda el Resucitado a la comunidad reunida en su nombre. Después de contemplar todo el proceso de su pasión y su cruz, la Iglesia naciente recibe el primer anuncio de que el Maestro está vivo; el Crucificado es ahora el Resucitado. Y este Espíritu del Resucitado ahora los llenará de vida nueva para dar testimonio de la fe ante los hombres. Pero en este día tan especial de Pentecostés, podemos decir brevemente tres cosas.
La primera; a Jesús Resucitado lo encontramos en la comunidad. No se trata ya de buscarlo como un hombre concreto, como alguien a quien podemos hallar en solitario. El Señor está ahora en la comunidad. Cuando la joven Iglesia se reúne a orar en el día del Señor (“Al anochecer del primer día de la semana….”), ahí está el Maestro. En medio de esa comunidad que ora y celebra el Dios vivo, Él sale al encuentro; no es una mera memoria, ¡es un encuentro vivo! Y esta es una experiencia de fraternidad, de Iglesia, no tanto un fruto de algún esfuerzo individual, sino es más bien la fuerza de la comunión. Como Iglesia, nunca debemos olvidar esta primera condición de encuentro con Jesús. Ya en el pasaje de los discípulos de Emaús la Palabra nos orienta acerca de ver el rostro de Jesús “escuchando la Escritura” y “al partir el Pan”. Es en la celebración en comunidad, juntos, donde se nos abren los ojos y se nos enciende el corazón.
Segunda; el Señor colma los corazones de los discípulos. El saludo con que el Resucitado se dirige a su Iglesia es el de la paz: “La paz sea con ustedes”. La paz es aquella condición que es fruto de estar en la presencia de Dios. No una “paz como la da el mundo”, aquella que es más bien fruto del miedo o incluso de la indiferencia. No. La paz que trae el Resucitado es la de las esperanzas profundas del hombre colmadas “hasta los bordes” por el Espíritu Santo. La paz fruto de la victoria sobre el antiguo enemigo, la victoria sobre el pecado, y su salario que es la muerte. Es también la paz que es efecto de saberse siempre acompañados e iluminados por el mismo que sigue llamando hombres y mujeres a ser parte del Reino de paz y justicia.
Tercera; el Espíritu Santo está entre nosotros. Hermosa y contrastante imagen del Espíritu de Dios que se proclama en la Palabra. Por un lado, es el Espíritu de la paz, pero por otro es, al mismo tiempo, el Espíritu que renueva todas las cosas, que entra a cambiarlo todo, a consumirlo todo. Es “viento impetuoso”, es actividad que viene a poner en movimiento a la Iglesia. Ciertamente el Espíritu Santo es indefinible, pero si algo podemos conocer es esto: su vitalidad, su actividad que moviliza a la Iglesia. La Iglesia, como todo un ser vivo, debe estar en movimiento. De lo contrario estaría muerta. Por eso el Espíritu es el que va suscitando siempre esa renovación vital como comunidad creyente. Es también “como fuego” que se posa sobre los discípulos. Fuego que consume todo lo que toca, fuego que transforma y cambia todo. Nunca olvidemos esto: la Iglesia tiene fuego en su corazón; no somos una Iglesia desentendidamente fría. Y este fuego es el anima al discípulo a ser apóstol, a anunciar que el sepulcro de Cristo está vacío, que Él está vivo.
La Iglesia, entonces, es el reflejo también de este Santo Espíritu. Espíritu que renueva y envía; Espíritu que da fortaleza y nos hace salir de nosotros mismos; Espíritu que nos capacita a vivir en comunidad; Espíritu que da paz a nuestro ser…. Que en este día de Pentecostés podamos renovarnos como comunidad creyente reunida en torno a su Señor resucitado, y podamos decir, llenos de fe: “¡Ven, Espíritu Divino…!”.
Pbro. Miguel Ángel Gamboa Grajeda
Diócesis de Parral