El misterio del amor de Dios siempre queda velado a los ojos superficiales que no tienen la luz sobrenatural que viene del Espíritu. Sólo la mirada de la fe puede llevarnos a contemplar el desgaste y la entrega de una comunidad que día a día muere en silencio, escapando totalmente a la mirada del mundo para vivir como Cristo, bajo la mirada del Padre que está ahí en lo secreto.
No es fácil decir en pocas líneas lo que significa, para un sacerdote del Colegio Mexicano, la presencia de las hermanas de los pobres, siervas del Sagrado Corazón, en esta casa. Sobre todo, porque la síntesis de lo que se puede expresar, brota de un contacto cotidiano con rostros e historias, difíciles de abarcar en un breve artículo como este. No obstante, nos atrevemos a decir en cinco puntos lo que ellas son para esta institución.
Pero antes de enunciar estas cinco notas, debemos aclarar que se trata de una especie de “radiografía” de su servicio en esta casa. Para todos son notables sus trabajos, su importancia logística en esta casa, su desgaste y cansancio cotidiano, la responsabilidad que tienen y la tranquilidad que producen en la vida de la comunidad sacerdotal, para que ésta pueda enfocarse en la vida académica. Sin embargo, nuestro interés es más el de mostrar lo que no siempre es tan evidente, es decir, lo que queda velado a los ojos del mundo y sólo el ojo de la fe alcanza a contemplar.
Ante todo, las hermanas son signo de la maternidad de la Iglesia para los sacerdotes mexicanos que nos encontramos en este colegio. Su consagración puesta al servicio de esta comunidad sacerdotal, nos ofrece el aroma de aquella Madre que nos dio a luz en el Bautismo y nos introdujo en el Orden Sacerdotal: la Iglesia. Nos dan un rostro concreto de esa maternidad espiritual. Su consagración nos transmite los cuidados y la cercanía propios de la sensibilidad de una mujer llena de Dios. Esta maternidad, fruto de su relación esponsal con Cristo, se transpira, tanto en sus servicios y cansancios como con sus risas y cercanía.
Además, la presencia de las hermanas realiza la complementariedad espiritual entre el hombre y la mujer. Las palabras del Génesis que nos hacen referencia al hombre y a la mujer como imagen de Dios, no son exclusivas de la vida matrimonial, sino que forman parte de la misma naturaleza del ser humano. Las hermanas, en su forma de pensar y actuar, nos transmiten lo propio de una mujer consagrada. Este matiz femenino se encuentra con el modo de pensar y actuar propios de un varón consagrado. Este contraste es bellamente armónico y, sacando lo mejor de ambas partes, da origen a una verdadera familia que manifiesta la imagen completa de Dios en su Iglesia.
También podemos decir que su trabajo nutre el cuerpo de Cristo. Es interesante la analogía que podemos hacer entre María y San José alimentando a Cristo y las hermanas alimentando a una comunidad sacerdotal. Podemos decir que la vida de la casa de Nazaret continúa y se actualiza cada día en este colegio. Ellas nos nutren con el pan cotidiano cargado de espiritualidad. Por ello, el trabajo de las hermanas nos alimenta en ambos aspectos: sea en el cuerpo como en el alma. Su trabajo cotidiano no queda encerrado en el tiempo y en el espacio, sino que trasciende y resuena para toda la Iglesia y para la eternidad.
Las hermanas también son signo de unidad para nosotros. La espiritualidad diocesana carece de una pedagogía bien articulada para la vida en común. Tantas veces a los sacerdotes diocesanos nos cuesta vivir juntos como verdaderos hermanos, trascendiendo el simple vínculo empático para introducirnos en la unión por la fe. Es por ello que la presencia de las hermanas es maestra de vida comunitaria. En ellas podemos ver, tanto las dificultades como la belleza de una vida en comunión. Podemos ser testigos de un proceso de crecimiento en su vida fraterna y cómo al final del día impera la unión de su consagración y servicio por encima de todo.
Finalmente podemos decir que, lejos de una vida totalmente ajena a su carisma y espiritualidad, las hermanas realizan aquí una síntesis de su carisma de un modo muy particular. La pobreza del sacerdote mexicano queda descubierta de modo especial en un contexto de lejanía de su país, de su diócesis y de su familia. Las hermanas son testigos de esta miseria del corazón sacerdotal que tiene tantos síntomas. No obstante, esta miseria, los sacerdotes siguen siendo sacramento del amor de Dios para su Iglesia. Las madres hacen experiencia de esta paradoja del tesoro contenido en vasijas de barro. Es así como las hermanas aprenden en esta casa a consolar el Corazón de Cristo haciéndose hermanas de la pobreza humana de los sacerdotes. Podemos decir que este punto recapitula todos los anteriores. Su unidad en la oración materna y en el servicio fecundo nos da vida a través de una experiencia verdaderamente eclesial. Caen los ídolos de la autosuficiencia y descubrimos la caricia de una madre que siempre está ahí como ayuda imprescindible en la vida sacerdotal.
La historia del cómo llegaron las hermanas al Colegio Mexicano en Roma es muy interesante y podríamos hacer diversas interpretaciones de los motivos que llevaron a ello. Sin embargo, no podemos olvidar que Cristo es el Señor de la historia y, en última instancia, Él ha encontrado estas dos comunidades aquí y ahora. No cabe duda que, para todos los que habitamos en esta casa, hermanas y sacerdotes, esta experiencia es un kairos, es decir, una ocasión salvífica. Estamos viviendo el tiempo de Dios, una experiencia que marca, purifica y redirecciona. Es por ello que Dios ha tenido a bien, que esta comunidad sacerdotal se encuentre en el camino de la fe con las hermanas de los pobres, siervas del Sagrado Corazón.
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